domingo, 9 de agosto de 2009

Con resaca, en Yangshuo
















Efectivamente, ayer llegué a Yangshuo en barco, por el río Li. Como habéis visto en las fotos, el paisaje es precioso. 

Sin embargo, ahora estoy en un ciber lleno de adolescentes fumadores que no dejan de gritar mientras juegan a cualquier cosa online. A pesar del Neobrufen, tengo resaca. Pero eso es lo mínimo que merezco. 

Ayer, en el barco, coincidí con una pareja española que tiene la suerte, y/o el buen gusto, de vivir en Chamberí, a diez minutos de mi casa. Como cabía imaginar, les había encantado Guilin. Al parecer, en mis largos paseos en bici fui capaz de eludir dos lagos, varias pagodas, un montón de puentes y una zona peatonal de lo más concurrida. Eso sí, yo contraataqué señalando la multitud de concesionarios de motos, ratas e industrias pesadas abandonadas que ellos se habían perdido. Creo que no les dio mucha pena.

Ya en a Yangshuo y nos separamos para ir a nuestros respectivos hoteles, pero antes quedamos para cenar juntos. 

Me instalé en el albergue y conocí a una francesa muy joven, de pelo corto. Sí, tenía que ser francesa. Lleva mes y medio viajando por China. Sola.

Una hora y pico más tarde, mientras paseaba junto a la orilla del río y eludía a pesados que querían que me montara en sus barcas de bambú, se me acercaron tres chavales. Estudiaban en un colegio especializado en idiomas, allá en Yangshuo y parecían fascinados por la posibilidad de hablar con alguien en inglés. Les pregunté porqué nadie se bañaba en el río. Pese al calor, no se suele ver a chinos en el agua, lo cual nos hace sospechar sobre la limpieza de los ríos. Los chicos me dijeron que sí, que la gente se bañaba, no muy lejos de ahí. Se ofrecieron a acompañarme hasta el sitio. 

Ellos no querían bañarse, pero se prestaban a vigilarme la mochila, el polo y las chanclas mientras yo lo hacía. Le pasé mi bolsa a Erick, el más hablador. En ella iba todo mi dinero en metálico, en euros y yuanes, mi pasaporte, cámara de fotos, móvil y demás tonterías.

Lo primero que me sorprendió fue la corriente. Tiraba de mí con tanta fuerza que tuve que darlo todo para no dejarme arrastrar. Por fin conseguí volver a la orilla, tratando de disimular un poco mi agobio. Erick se había puesto mi mochila a la espalda y sonreía, como si se sintiera feliz de que yo hubiera depositado en él mi confianza y de saber que no la había traicionado. Insistieron en que volviera a nadar. 

La historia se repitió dos o tres veces más. El agua, fresca pero no demasiado fría, la corriente, las brazadas casi desesperadas. Por fin la orilla, los escalones de piedra. Erick con la mochila, sonriendo. 

Dejé que el sol me secara mientras iba camino del lugar en el que he quedado con Patricia y Alfonso. Los chicos me acompañaron. No recuerdo el nombre en inglés del más alto y tímido. El otro, el pequeño, se hacía llamar Jordan porque le gusta el baloncesto. Les comenté que al día siguiente tenía previsto alquilar una bici para recorrer los alrededores del pueblo. Se les iluminaron los ojos y me preguntaron si podían venir conmigo. Algo desconfiado, les respondí que sí, pero que tendrían que traerse sus propias bicis: yo no tengo pasta para pagarles bicis a todos. No parece que eso sea problema, así que quedamos para las nueve de la mañana en la puerta de mi albergue. 

Durante la cena, que está muy buena y sale barata, compartimos anécdotas de Verdaderos Viajeros. Alfonso y Patri me cuentan sus veinticuatro horas en tren desde Shanghai, en litera dura, con unos cuantos chinos que no paraban de comer. También hay placa turca en los trenes. Eso sí, les salió todo muy barato. Van cayendo las botellas de Tsingtao, una cerveza ligera, barata y sin demasiado gusto. 

Soy yo el que propone tomar una copa después de la cena. Acabamos en el Alley, el bar que regenta un tipo austriaco. No sé cómo acabó en Yangshuo. Creo que se lo pregunté cuando ya llevaba (yo) más de cinco gin-tonics. Tal vez por eso no recuerde lo que respondió. 

Las cosas empeoraron un poco cuando juntamos nuestra mesa con la Patrick, el yanqui de Florida y su compañero profesor de inglés, ese australiano que celebraba su 23 cumpleaños. El tipo se empeñó en que jugáramos a algo que bautizó como Everest. Una absurda excusa con cartas de póker para dar tragos a la copa, como si hiciera falta alguna excusa. Fueron cayendo las rondas. Todas servidas por esa especie de Isabel Preysler joven. 

Un rato más tarde yo vagaba solo, haciendo eses como las que hacen los malos actores cuando interpretan a un borracho, por calles que me resultaban absolutamente irreconocibles sin luces, vendedores o turistas. Vi ratas cruzar ante mi, con cierta calma, por cierto. 

No sé cómo llegué hasta mi albergue. Recuerdo que mi camino me llevó dos veces a un maloliente mercado en el que algunos chinos descargaban mercancía. Algunos me miraron. Desperté al tipo del albergue. Luego forcejeé con la puerta de la habitación, molestando a casi todos los del dormitorio. Caí sobre la cama a plomo, con mi polo y mi bañador. Un segundo antes de dormir, recordé la cita con los chicos. Era sólo tres horas más tarde. Pensé en poner el despertador. No lo hice. 

Esta mañana me he despertado hacia las diez y media. Eran las once cuando he bajado a recepción. Ni rastro de Erick ni de los demás. No me he atrevido a preguntar por ellos. Me he tomado el Neobrufen y he salido a buscar un café decente. He fracasado. Era barato y muy malo. No sé si Erick y los demás habrán aparecido por el albergue esta mañana. Sólo sé que yo no estaba ahí. Eso y la resaca me hacen sentirme mal. Bastante mal. Después de un curry muy picante me he venido al ciber a escribir esta entrada. Escribiendo en este inmenso ciber, cargado de humo y de chinos, varones y adolescentes, me siento a salvo. Al menos aquí no puedo fallarle a nadie. 

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