jueves, 23 de julio de 2009
Perdido en la Ciudad Prohibida
La última vez que estuve en la Ciudad Prohibida (vale, lo admito, la
Otra Vez que estuve) me perdí. Iba con mi familia y quería hacer fotos
en las que no saliera nadie. Así que dejaba que todos los grupos de
turistas atravesaran el Portal de la Alegría Moderada (nombre
aproximado) y se dirigieran al de la Celeste Armonía (otro nombre
aproximado) para sacar una foto del primer patio, ahora completamente
vacío. El problema es que hay cierto punto en el que las cosas no son
tan sencillas. A partir de uno de esos portales, la Ciudad Prohibida
se divide en docenas de pequeños palacios. Todas las puertas son
iguales y los palacios, parecidos. Según un guía al que he escuchado esta
tarde, lo hicieron así para confundir a todo potencial enemigo que se
colara con intención de cargarse al emperador. Varias docenas de
eunucos preparadores de té inocentes murieron así, por error. Vale,
esto último lo he inventado. El caso es que la astuta estrategia
defensiva no sólo funciona con asesinos potenciales. También con
turistas que quieren hacer fotos pretenciosas. Ahí estuve yo,
recorriendo interminables pasillos e incapaz de encontrar a nadie
mínimamente reconocible. Eso sí, vi grullas, jade y unos valiosos
receptáculos para consumir mijo. Atravesé corriendo toda esa sucesión
de pabellones de madera lacada en rojo, también el jardín imperial del
fondo, con esa colina artificial llamada colina de la Elegancia
Acumulada (diez metros de altura de piedra erosionada, perdón, de
acumulada elegancia) y, resignado, finalmente decidí salir de la
Ciudad Prohibida. Tomé un rickshaw turísitico (señor que, pedaleando,
arrastra un carrito en el que tú vas sentado) y le pedí que me diera
una vuelta entera entorno al gran Palacio. Tanía la esperanza de
reconocer el autobús de nuestro grupo. Les esperaría allá, junto al
vehículo y todo estaría resuelto. El comunismo (o como llamemos al
sistema chino) tampoco me ayudó en esto: casi todos los autobuses eran
iguales. Todos eran de la misma empresa, supongo que nacional, de
turismo. El asunto se resolvió de una manera bastante aburrida, pero
feliz y sin intervención de cuerpo diplomático alguno. Conseguí que un
taxista me llevara al hotel y ahí esperé, horas, hasta que alguien se
dio cuenta de mi ausencia y llamó.
Recuerdo todo esto porque hoy, mientras recorría los mismos patios,
los mismos pabellones (muchísimo más llenos de turistas, las fotos
pretenciosas eran absolutamente inviables) he pensado que ahora, por
mucho que quisiera, no podría perderme. No poder perderse es otra de
las ventajas de viajar solo.
Ahora mismo está cayendo la tormenta de la tarde. Muy parecida a la de
ayer hacia esta hora. Escribo desde el hostal. Si Cris (gracias again)
puede colgarla, habrá una foto del sitio junto a este texto. Por
cierto, estoy feliz aquí. No habrá democracia pero la comida está
buena y la vida es bastante barata. Qué fácil soy de complacer…
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En mi último viaje familiar eche de menos la soledad. También sufrí para hacer fotos pretenciosas. Te entiendo. Ánimo.
ResponderEliminarQué foto mas chula!...ese ambiente así tan peculiar con la lamparita en la mesa, el café ( o té, no sé)...me ha encantado...solo falta un libro al lado y todo estará a punto...
ResponderEliminarBueno...continuemos...