lunes, 27 de julio de 2009

Con Té de timo




Bien, aquí empieza una historia de esas en las que quedo bastante mal. Vamos allá.

 

No lejos de mi albergue en Beijing estaba la calle comercial llena de tiendas y malls que podéis ver en las fotos. No era el lugar más tradicional, pero sí una buena opción cuando uno en lugar de buscar un delicado pato a la pekinesa, buscaba un adaptador para el enchufe o un expresso decente. Allá me fui anteayer buscando una de estas cosas, no recuerdo cuál.

 

Ya en el interior de uno de los mayores malls de la zona, se me acercó una china que parecía interesada en trabar conversación conmigo, en inglés. No era la primera vez que alguien me abordaba con esta intención. La víspera fueron otras dos chicas en el mismo centro comercial. Otro día, un soldado, en plena plaza de Tiananmen  me vino con una propuesta parecida (el tipo pretendía que fuera a las cuatro de la mañana a ver cómo izaban la bandera. Al final no acudí a tan apasionante plan, no sé si me comprendéis).

 

Siempre rechacé estos acercamientos con bastante rudeza. Tal vez excesiva, pensaba antes de que se me acercara la de la que hablo. Tal vez la única intención de esta gente es realmente mantener una conversación en inglés con alguien, practicar un idioma como en uno de esos bares de intercambio lingüístico, enterarse de la realidad de otros países, etc. Así que, cuando la chica (joven, no fea, tampoco guapa, menuda) que dijo llamarse Li me propuso que habláramos mientas me acompañaba por el mall y luego tomáramos algo, le respondí que por mí no había problema. Recorrimos el centro comercial y nos dirigimos a una tetería que ella conocía. Que ella tomara la decisión de ir a ese lugar sin consultarme me escamó un poco. Fue entonces cuando me planté ante la puerta del local y dije que me marchaba al albergue: había quedado para una cena con amigos –me inventé. Ella insistió: sólo serían diez minutos. Cedí: sólo diez minutos y me marcharía a cenar con mis amigos imaginarios.

 

Subimos a la tetería (llena de chinos, sobria, no demasiado elegante, sin aire acondicionado) y pedimos un café y un té. Me pareció adivinar algo raro en la carta. El precio del té que pidió Li era sorprendente. Debía de ser un error. No comenté nada, pero el asunto me puso alerta. Tras un rato de charla intrascendente en el que me habló sobre China, el número de niños que pueden tener las familias, su relación con sus padres, que siguen viviendo en una ciudad de la “Mongolia Interior”, etc. Li preguntó si me apetecía algo de picar: ¿almendras? Dije que sí. Los precios en China son tan bajos que uno no se piensa mucho este tipo de decisiones.

 

La chica supuestamente llamada Li me preguntó si tenía novia. Me inventé que sí. No quería que aquello se adentrara en el pantanoso terreno del semiligue. Mi novia imaginaria resultó ser alta y rubia y tener treinta años. Estábamos pensando en irnos a vivir juntos en Madrid pero, por ahora no habíamos tomado la decisión. Li me pidió que le escribiera mi mail en un billete de un yuan. Luego, alegando que mi cita para cenar se acercaba, pedí la cuenta. La camarera llegó provista de  la carta y una calculadora. Sumó tres cantidades y me mostró el resultado. Eran 750 yuans renminbi.

 

75 euros por un café, un té y unas almendras es bastante carillo para el tipo de garitos que yo frecuento en España. No hablemos para una tetería china donde el precio habitual por esta consumición rondaría los 50 yuans (quitadle un cero para el cambio aproximado en euros). Es el equivalente pekinés de un atraco a mano armada. Me hice el tonto: ¿dónde está la coma? No hay coma, me respondieron. Señalaron el precio en la carta: el té que había pedido la chica costaba 480 yuans. Estuve a punto de soltar que, ya que lo había pedido la chica, lo pagaba ella. Algún tipo de anticuada cortesía me impidió decirlo. Me puse de pie y dije que yo no pagaba eso. Li, poniendo en marcha lo que imagino era el plan B, se fingió dolida y se ofreció a pagar la mitad del timo. Lo mío se quedaría en “solo” 325 yuans. Finalmente, saqué un billete de cien y lo dejé sobre la mesa. Eso era lo que iba a pagar. Y sabía que era demasiado. Tardaron un instante en reaccionar. Me di cuenta de que no iban a fingirse escandalizadas o que, caso de hacerlo, por ese instante que habían tardado ninguna protesta iba a resultarme convincente. Temiendo que se me echaran encima o que mandaran a un camarero robusto para impedirme la salida, crucé la cafetería y me dirigí a las escaleras mecánicas. No miré atrás. Sin embargo, mientras bajaba, acercándome al piso inferior, ocupado por un cine, cada vez más aliviado, me di cuenta de que nadie me estaba siguiendo.

 

Camino del albergue, casi divertido, calculé que había salido bien parado de este incidente. Un horrendo café, unas almendras y una historia que contar. Todo por diez euros. Decidí celebrarlo con una buena cena en un restaurante antes de irme a dormir.

 

Después de comer un estupendo buey con una fruta inidentificable y de ensuciar exageradamente el mantel y la servilleta del restaurante, me senté en la cafetería del albergue a tomar una cerveza con un catalán que trabaja en TV3.

 

Mientras él atendía una llamada, miré hacia el tablón de anuncios del local. Ahí se anunciaba el alquiler de bicicletas, a un precio algo más barato del que yo pagué un par de días antes. Tendría que haber leído esto antes – pensé antes de bajar un poco más la vista. El anuncio de abajo, ilustrado con un alegre dibujo, avisaba a los incautos para que no se dejaran llevar a teterías por gente que supuestamente sólo quería trabar conversación con extranjeros. Un cuarto de hora más tarde, después de hablar con otros europeos, desplumados de la misma manera en Tailandia y Vietnam, me di cuenta de que esa tarde había entrado en contacto con una de las milenarias tradiciones asiáticas. Al parecer, no son los ojos rasgados, ni el budismo ni los tratados económicos internacionales lo que le confiere a Asia su rasgo distintivo, sino… el simple y siempre efectivo timo de la Tea House. Consideraos prevenidos.

3 comentarios:

  1. ¡Quién diría! Vaya astucia que tienen por esos lares. Un timo simplón pero verdaderamente efectivo. Sin duda, yo hubiera picado y, lo peor, hubiese pagado los 750. Desde luego, hay que andarse con ojo por todos lados y hasta en lo que pueden parecer cosas inocentes.
    Por cierto, ¿ya consigues acceder directamente al blog o esto lo publicas por medio de tu amiga Cris? Con todo, un saludo y que vivas tiempos interesantes... ¡Ay, no! ;)

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  2. Joe, muy bueno saberlo. Por si las moscas.
    Desde luego yo también hubiese pagado los 750 y me hubiese ido con el rabo entre las piernas. No quisiera imaginarme en una pelea con un cocinero chino con un cuchillo de pescado gigante en la mano.
    Mucha suerte!

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  3. Pero bueenooo!! ...jejeje creo que los hombres caen más que las mujeres en estos timos, lo digo sin acritud eh!...lo que pasa es que una es más desconfiada y a los hombres como que les cuesta decir que no...creo que la curiosidad es lo que a veces nos hace caer en éstos timos, pero vaya!...que sagaces.

    Muy bien lo que hiciste...una cosa es ser buena gente y otra dejarse!

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