martes, 11 de agosto de 2009

Una caja enigmática, una barca de bambú y varias viejas canciones

Tal vez por la juerga de la otra noche, tal vez porque el sueño es casi lo único caprichoso que tengo, abro los ojos a las cinco de la mañana en el albergue y, pese a que lo intento durante un rato, no puedo volver a dormir. Así que, en un raro impulso, me pongo en pie y me visto en silencio, para no volver a molestar a mis compañeros de habitación. Tomo la cartera, la llave de la taquilla y el móvil (algo mucho menos útil que la máquina de fotos que, en cambio, olvido, dejando sin imágenes uno de los momentos más memorables del viaje) y bajo. Le doy un buen susto al chino que duerme en el sofá junto a recepción, el mismo al que desperté el día que volví de juerga. El tipo tiene que estar desesperado conmigo. Una vez por trasnochador, otra por madrugador, nunca le dejó dormir en paz. Por fin, me abre la puerta y salgo. No han dado todavía las seis de la mañana, pero en el mercado ya hay cierta animación. Por fin encuentro lo que busco: una trabajadora de un hotel está sacando a la calle las bicis para alquilar. Antes de que pueda sacarlas todas, ya le he alquilado una. Tiene una cesta con tapa en la parte trasera. He visto muchas de estas. Normalmente, dentro de la cesta va una gallina viva. Claro, si no estuviera viva, la tapa no sería tan necesaria.

Voy pensando en esto de la gallina y la cesta mientras salgo de Yangshuo por la primera carretera que pillo. Sin planear nada. Tampoco hay mucha manera de planear ya que en algún sitio, posiblemente en el barco, me dejé olvidada la guía del Verdadero Viajero. ¿Hay algo más propio de un Verdadero Viajero que viajar sin guía? - me consuelo.
Así que allá voy, alejándome de la ciudad sin rumbo fijo. Paso junto a casas de pueblo en las que comienza a cantar un gallo. Acurrucada junto a la puerta, una mujer lavándose los dientes con un cuenco de agua. Más allá, un tío en la misma postura, pero comiendo tallarines para desayunar. Todos se quedan un poco sorprendidos por ver a un occidental en bici cantando a Leonard Cohen a las seis de la mañana.
Me salgo de la carretera asfaltada, no recuerdo porqué. Paso junto a arrozales (me tengo que informar sobre el cultivo del arroz: ¿por qué, a la vez, en el mismo sitio, uno puede ver la planta de arroz en casi todos sus estados, verde, amarillenta y apenas en brote?) y a algunos campos ligeramente encharcados que están arando al estilo ancestral, con un arado de madera y metal tirado por un "búfalo de agua".

Después de un buen rato pedaleando por caminos pedregosos, llego a un pueblo en el que hay mucho ajetreo. Unos tipos vestidos de blanco beben, mientras mujeres de unos sesenta años, maquilladas de blanco tocan unos pequeños tamborcitos. Mientras, el tonto del pueblo es el encargado de las tracas y recibe broncas de un tipo que parece el encargado del festejo.
¿En qué consiste el festejo? Sigo sin saberlo, pero el caso es que, cuando ya he dejado mi bici aparcada y trato de confundirme con la gente, cosa imposible, dado que, evidentemente, soy el único occidental en varios kilómetros a la redonda, comienza la ceremonia. Una banda de música con uniformes tan estridentes como sus instrumentos abre la marcha. Les sigue la docena de mujeres maquilladas de blanco, con sus tamborcitos. Detrás, un grupo de hombres y mujeres, algunos con palmas como las del día de Ramos en España. Caminan de espaldas, lentamente, todos mirando hacia... el centro de la procesión, que es una caja alargada y pesada que llevan a hombros algunos de los que bebían sentados cuando yo he llegado al pueblo. Un hombre mayor, vestido también de blanco pero con un cartel escrito en rojo colgado al pecho, se va arrodillando ante la gran caja, que parece muy pesada, retrasando la marcha todavía más. Detrás de la enigmática caja, más músicos, con tambores e instrumentos de cuerda que no sabría nombrar pero que contribuyen a crear un ritmo enfermizo y frenético. Para aumentar esta sensación, cuatro personas metidas en dos dragones de tela, bailan entre los músicos y el ruido de los petardos que el tonto del pueblo siempre parece encender en un momento que el resto de los asistentes considera inapropiado.
El cortejo sigue caminando, muy lentamente, alejándose de la aldea por la estrecha carretera. No sé de qué se trata. Lo más posible es que sea un entierro con ceremonia religiosa, pero ni la caja que llevan parece exactamente un ataúd ni la expresión de la gente que acompaña la procesión no es de gran pena. Cuando tenga tiempo intentaré informarme sobre qué carajo es lo que vi (después de enterarme de lo del arroz, investigaré un poco sobre esto). Debo volver al albergue de Yangshuo antes de las doce para dejar la habitación, así que, en lugar de seguir a la comitiva, tomo la bici de nuevo para volver allá.

Evidentemente, no recuerdo el camino por el que he llegado a esa aldea. Recorro pueblos, estoy a punto de atropellar patos, gallinas y perros, hasta que llego, por fin, a una carretera asfaltada. Todo parece prometedor. Hasta que compruebo que la carretera asfaltada desemboca en un río. En la otra orilla, un montón de turistas y "gondeleros" con sus estrechas barcas de bambú como las de los vendedores que nos abordaban para vender cosas cuando bajábamos por el río Li. Pero yo estoy, con mi bici, al otro lado del río.
Un viejo "gondolero" se fija en mi y me dice con signos que me cruza el río. Antes de hacerlo fija el precio: 10 yuans. Es demasiada pasta, pero no estoy en condiciones de regatear demasiado. Le pregunto si sube también la bici. Me dice que ok. Diez yuans y cuatro paladas más tarde, el río en esa zona es muy poco profundo, los "gondoleros" impulsan la barca empujando la pértiga contra el fondo, ya estamos al otro lado. Con la bici medio mojada. El hombre se ofrece a bajarme el río, dos horas de trayecto por el Li, con mi bici atada. 140 yuans. Me ahorraría un buen rato en bici pasando mucho calor si eso me acercara a Yangshuo. Si no, sería una manera bastante cara de alejarme de mi camino. Trato de preguntarles al barquero y al tipo que vende los tickets, los dos asienten: Yangshuo no queda lejos del punto al que llegan las barcas, parecen querer decirme. Pero no estoy del todo seguro, por su expresión uno diría que lo único que les interesa es conseguir un cliente más. Aún así, me fío. Pago. Amarramos bien la bici a la barca y comienzo a bajar el río, impulsado por el anciano.

Ahí me encuentro, bajo una sombrilla inservible, confiando, como Blanche DuBois y como tantas veces en China, en la buena voluntad de los extraños. ¿Me acercará verdaderamente esta canoa de bambú a Yangshuo? La duda me inquieta, pero no tanto como para impedirme disfrutar del paisaje un rato y... dormirme durante otro rato. Menos de dos horas más tarde, la travesía llega a su fin. La cadena de la bici se ha salido. Intento devolverla a sus sitio pero, cuando apenas he empezado, un chino se me acerca con un destornillador. Se ofrece a ayudarme. Por diez yuans. Otra vez. Acepto.
Ya con la bici arreglada, pregunto el camino hacia Yangshuo. Alguien que parece entenderme, me señala hacia la izquierda. Tengo menos de una hora para llegar. Volver a la bici me anima. Vuelvo a cantar a Leonard Cohen. "Jane, came with a lock of your hair... she said that you gave it to her". Una de las últimas noches en Madrid, canté esto con una amiga en un bar. Ahora ese recuerdo parece tan lejano, como si fuera algo ocurrido en otra vida.

Llego a Yanghsuo sin problemas y con mucho tiempo. Devuelvo la bici. Me doy una ducha en el albergue, dejo la habitación y vuelvo a comer al MacDonald's. Una especie de desayuno a base de Big Mac. Son las doce y media de la mañana.
Unas horas más tarde, Patricia, Alfonso y yo llegamos a un hotel en Guilin. Regateando, conseguimos sacar nuestras habitaciones a mitad del precio fijado. También les arrancamos que incluyan el desayuno. En China, un precio marcado hay que tomárselo como un estímulo, como un desafío.

Después de tantos albergues, voy a disfrutar de mi primer hotel, mi primera habitación y aseo individual. Saco fotos de todo, emocionado.















Luego, aunque ya es de noche, salimos a ver la parte de Guilin que me perdí la otra vez. Aquí no hay ratas ni concesionarios de motos. Aquí hay dos lagos, junto a uno de ellos, dos pagodas iluminadas. Muy cerca, calles comerciales, bares. Todo tiene muy buena pinta. Mañana tengo unas pocas horas para poder ver en plan turista express todo lo que me perdí la otra vez.



















Nos quedamos hablando de música española en un bar de la zona comercial de Guilin. Metidos en nuestro rollo de Gabinete Caligari, Antonio Vega, etc... no nos damos cuenta de que la camarera china, sentada en una silla, está esperando a que nos acabemos la última cerveza para cerrar el bar. Volvemos al hotel canturreando algunas letras absurdas e inolvidables "Han caído los dos, desde un punto de vista exclusivo..."

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