



Viajar tiene buena prensa, como las milenarias tradiciones orientales, los oligoelementos y la economía sostenible. Pero no voy a ser yo quien contribuya a continuar con esa falacia.
Uno ha dedicado años en descubrir cuál es su barrio favorito de la ciudad, ha tardado en encontrar que le gusta el espresso de esa cafetería, ha dedicado meses a saber que se encuentra a gusto con estos amigos y no con aquellos otros. Se ha acostumbrado al ruido del tráfico de su calle y ha conseguido encontrarle encanto incluso al chirrido de la persiana sin engrasar del garaje de abajo. ¿Cómo conseguir de pronto no echar de menos todas esas costumbres que uno ha ido adquiriendo, todas esas ventajas que uno ha ido trabajándose con el tiempo? ¿Cómo llegar de pronto a una ciudad en la que uno no ha estado en su vida, donde se habla un idioma que uno ni siquiera conoce, y encontrarse tan a gusto en ella como si uno no hubiera salido de su casa?
Por eso, la mayor parte de las veces, viajar es, como mínimo, molesto. Otras, veces, es peor aún. Un coñazo es esperar tres horas en el interior de un avión porque afuera, en Shanghai, por ejemplo, caen chuzos de punta. Estás mucho rato dentro de un avion. Vale, eso es un coñazo, pero no es una tortura. Una tortura es cuando, por fin, llegas al lugar al que ibas en ese avión y resulta ser un agujero negruzco, un infierno apocalíptico que huele a mierda de demasiadas especies, una sucesion de horrendas avenidas por la que solo circulan motos y ratas, en horrenda carrera. Eso es Guilin. Por ahora, la cagada de este viaje.
Después del horrendo paseo nocturno, ceno en un puesto callejero en el que incluso yo, aficionado a los antros cutres, tengo ciertos reparos. Noodles con algo. Me los sirve un tipo rapado, sin camisa y con muchos tatuajes redondos, marrones, por todo el cuerpo. Recuerdo cierta conversación con Ines sobre el significado de los tatuajes en Oriente: ¿será este tipo un integrante de la mafia de Guilin? Por si acaso, asiento mucho y con mucho respeto, mostrando mi aprecio por el plato de tallarines. (Al día siguiente, en uno de los mercadillos más cutres que he visto jamás, donde el barbero que me afeita a navaja se disputa el espacio con un dentista que arranca muelas ahí mismo, en una silla de playa, comprobaré que los grandes círculos marrones de mi camarero no eran tatuajes, sino las marcas que deja en la piel una práctica de la medicina tradicional china, que consiste en aplicar "vasos" de bambú muy calientes a la piel de paciente).
Al día siguiente, por la mañana, disfruto en el albergue de las primeras placas turcas del viaje. Guilin representa un regreso a la China verdadera, la China profunda... no sé cómo llamarla, tal vez... la China de la placa turca. Luego alquilo una bici y circulo por esa ciudad que mi guía (guia azul, la guia del Verdadero Viajero) califica como una de las más bellas de China. Sólo veo miseria, mugre, motos y talleres de motos.
Detrás de la mierda y los puestos callejeros, hay, cierto es, unas colinas de extrañas y evocadoras formas. Al parecer, ese tipo de formacion se llama "karst" y se da como resultado de cierta peculiar erosión de las rocas calizas. Ok. No negaré que las rocas son chulas. Lo veréis en las fotos. Pero debajo de cada una de ellas hay un edificio horrendo, construido o en construcción.
Y siete chinos trabajando o tumbados sobre una pegajosa capa de mierda. Tal vez la guía del Verdadero Viajero debería contar algo sobre eso.
Mañana tomo el barco hacia Yangshuo, todo el mundo dice que eso es genial. Seguro que cuelgo unas fotos muy chulas y diréis que estoy en lugar de ensueño. Pero no. Da igual lo que ponga mañana. Este sitio es muy chungo. No vengais a Guilin. Quedaos en casa, por favor.
Si alguien lee este blog, cosa que no tengo oportunidad de comprobar gracias a la idea de democracia que tienen los gobernantes chinos, tal vez esté ligeramente soprendido sobre mi trayecto: escribo algo sobre un bar de expatriados en Shanghai y luego vuelvo a colgar imágenes de Pekín. Voy a aclarároslo: dejé Pekín en un tren nocturno hace ya más de una semana. Pero por problemas técnicos no pude colgar fotos de esa ciudad hasta que estuve en Shanghai.
En Shanghai, me hospedo, gracias a la hospitalidad de Ines, una amiga alemana que trabaja en la Expo, en una casa del barrio llamado la Concesión Francesa (Luwan para los nativos). En cuanto llegué, Ines, incrédula, señalaba al cielo mientras paseabamos por el barrio: "¡Has traído el buen tiempo!" - me decía, eufórica. Dice que desde que llegó a la ciudad, hace medio año, no había tenido ocasión de comprobar que en Shanghai, por encima de la contaminación y la inmensa nube gris, el cielo también es azul.
El domingo, cuando el cielo era todavía más azul, nos fuimos a dar un paseo por el parque de la Plaza del Pueblo. Allá vimos a un montón de gente mayor colgando anuncios manuscritos en chino. Observándolos, nos fijamos en había descripciones de personas (cifras reconocibles como año de nacimiento, altura...) y números de teléfono de contacto. Al principio creímos que se trataba de padres que buscaban a hijos u otros familiares. Sin embargo, unos cuantos chinos que nos abordaron para practicar el inglés cuando casualmente pasábamos por el English Corner del parque, nos acabaron de aclarar el misterio: esos padres no trataban de encontrar a desaparecidos, sino que estan buscando novio o novia para sus hijos. Les preguntamos porqué no había apenas fotos. Nos dijeron que eso no era tan importante. Lo crucial estaba en los anuncios: características físicas, teléfono de contacto y... sueldo. También se hacía constar el empleo y las propiedades de los interesados. Interesados que, por cierto, no estaban presentes en el parque. Los chinos angloparlantes que se iban arremolinando a nuestro alrededor nos explicaron que los padres pueden intentar buscar pareja a sus hijos, pero no tienen derecho a decidir por ellos. Eso terminó, dicen, orgullosos, cuando, hace sesenta años, se constituyó la República Popular China.