jueves, 30 de julio de 2009

Zona olímpica de Pekín 2008




Tiananmen de día, Tiananmen de noche


Templo del cielo, Pekín




Candidata a mejor foto mía en el viaje, pese a la niña que se cuela por la derecha y a mi desvergonzada exhibición de ropa interior barata.

miércoles, 29 de julio de 2009

El baile de los “expats”














No hace mucho conocí la palabra “expat”. Seguro que muchos de vosotros ya sabéis que es la abreviatura de expatriado. No, no se trata de refugiados políticos obligados a huir a un país lejano para huir de regímenes dictatoriales. Más bien se utiliza para describir a la fauna internacional que habita cualquier ciudad más o menos importante. En general, se trata de empleados de multinacionales a los que se  ha ofrecido un puesto en el extranjero, directivos desplazados para dirigir ampliaciones internacionales de la casa matriz, etc. El de los “expats” suele ser un colectivo bastante joven, con buen nivel económico y, tal vez por ambas cosas, muchas ganas de pasárselo bien.


En Shanghai, los “expats” van al Rouge. El Rouge está situado en la última planta de un edificio del Bund, el conjunto de construcciones de estilo colonial británico que ocupa la orilla oeste del río Huangpu. Frente al Bund, uno de los panoramas urbanos más impresionantes y modernos del mundo, poblado de rascacielos cada vez más altos. Es como si entre una orilla y otra del río, además de mucha agua y bastantes barcazas, hubiera un siglo de distancia.

 

Pero volvamos al Rouge. Después de pagar 100 yuanes (a estas alturas, ya sabéis de cuánto hablo, ¿verdad?) a Ines, la amiga alemana en cuya casa me alojo, y a mi nos abren la entrada al local. Imagino que durante algún tiempo, ese edificio que ahora está ocupado por un centro comercial de hiperlujo con relojería de Vacheron Constantin y tiendas de ropa exclusivas fue algún tipo de sede oficial de la administración china. Lo dijo porque en la terraza del bar ondea una bandera de la República Popular. Justo junto al mástil están las exclusivas mesas del bar. Sólo disponibles si uno se compromete a un consumo mínimo escalofriante. Precisamente en una mesa, alguien abre una botella de Mumm. Quien la descorcha suele ser un occidental de mediana edad. Quien sonríe y acerca su copa es, frecuentemente, una joven china con minishorts, camiseta de marca y joyas brillantes. Más allá, acodada a la barra, (¿dónde sino?) está la representación española: dos chicos con polos celestes y aire algo pijo, acompañados de otro compatriota, al que le afectan más el calor y/o la bebida, ya que ha considerado necesario abrirse completamente la camisa y enseñar su peludo pecho mientras baila. No me sorprendería saber que se trata de traders del BBVA o de jóvenes directivos de Inditex.

 

Un poco más lejos, un francés con camisa de marca se marca un baile tórrido con una china que, gracias a sus vertiginosos tacones, parece ligeramente más alta que él. Una chica occidental, muy rubia, pasa, enfundada en un ajustadísimo vestido rojo. De pronto, me doy cuenta de que soy el único tipo del bar que no se ha afeitado en la última semana. Ines me dice que, desde que está en Shanghai, trabajando para el pabellón español de la Expo, le está costando encontrar su sitio en la ciudad. De un lado, los chinos, con su cultura y su lengua, incomprensibles y agotadoras. De otro lado, los “expats”, de espaldas al país en el que circunstancialmente residen y empeñados en ganar dinero sin demasiados escrúpulos. Ines me habla de un par de expatriados que conoce. Apenas tienen treinta y cinco años pero ya se mueven como peces en el agua en el mundo de las comisiones empresariales. Acaban de ganar medio millón de euros por un negocio de intermediación que les ha ocupado menos de un mes. China, creciendo a un ritmo de entre el 12 y el 9,5 por ciento anual y con unas condiciones económicas fijadas por una administración no controlada por la oposición o por medios de comunicación libres, es el paraíso para quien sepa hacerse amigos en puestos importantes y tenga claro que su objetivo es ganar cuanto más dinero mejor.

 

Sin embargo, aunque estuve mirando con atención, me sorprendió que, en un entorno tan propicio, no hubiera rastro alguno de Alejandro Agag. Por algún tipo de asociación, me acuerdo de pronto del caso de Nick Leeson, ese tipo que, con apenas 25 años fue destinado por su banco, el Barings de Londres, a la vecina Singapur. Desde ahí se convirtió en el mejor broker de futuros del banco, ganando diez millones de libras para la entidad y una espectacular comisión personal.  Unos años más tarde, después de enseñar su culo a unas mujeres en un bar de Singapur, Leeson huyó dejando una nota sobre su ordenador que decía: “Lo siento”. También dejó un agujero tan inmenso en las cuentas del banco, que el Barings entero se hundió dentro.

 

Mientras pedimos otra Heineken y miramos hacia la fea y divertida Perla de Oriente, la torre de comunicaciones que hace inconfundible la silueta de Shanghai, nos decimos que, por mucho que la crisis nos haya hecho creer que la era del dinero fácil  ha acabado, los “expats” del Rouge no parecen darse por aludidos. ¿Sabrán algo que nosotros no sabemos? Ahí, sobre la terraza, entre espectaculares chinas más o menos de pago, bailan, despreocupados y ligeramente borrachos, los hombres que nos arruinarán en el futuro.

lunes, 27 de julio de 2009

Con Té de timo




Bien, aquí empieza una historia de esas en las que quedo bastante mal. Vamos allá.

 

No lejos de mi albergue en Beijing estaba la calle comercial llena de tiendas y malls que podéis ver en las fotos. No era el lugar más tradicional, pero sí una buena opción cuando uno en lugar de buscar un delicado pato a la pekinesa, buscaba un adaptador para el enchufe o un expresso decente. Allá me fui anteayer buscando una de estas cosas, no recuerdo cuál.

 

Ya en el interior de uno de los mayores malls de la zona, se me acercó una china que parecía interesada en trabar conversación conmigo, en inglés. No era la primera vez que alguien me abordaba con esta intención. La víspera fueron otras dos chicas en el mismo centro comercial. Otro día, un soldado, en plena plaza de Tiananmen  me vino con una propuesta parecida (el tipo pretendía que fuera a las cuatro de la mañana a ver cómo izaban la bandera. Al final no acudí a tan apasionante plan, no sé si me comprendéis).

 

Siempre rechacé estos acercamientos con bastante rudeza. Tal vez excesiva, pensaba antes de que se me acercara la de la que hablo. Tal vez la única intención de esta gente es realmente mantener una conversación en inglés con alguien, practicar un idioma como en uno de esos bares de intercambio lingüístico, enterarse de la realidad de otros países, etc. Así que, cuando la chica (joven, no fea, tampoco guapa, menuda) que dijo llamarse Li me propuso que habláramos mientas me acompañaba por el mall y luego tomáramos algo, le respondí que por mí no había problema. Recorrimos el centro comercial y nos dirigimos a una tetería que ella conocía. Que ella tomara la decisión de ir a ese lugar sin consultarme me escamó un poco. Fue entonces cuando me planté ante la puerta del local y dije que me marchaba al albergue: había quedado para una cena con amigos –me inventé. Ella insistió: sólo serían diez minutos. Cedí: sólo diez minutos y me marcharía a cenar con mis amigos imaginarios.

 

Subimos a la tetería (llena de chinos, sobria, no demasiado elegante, sin aire acondicionado) y pedimos un café y un té. Me pareció adivinar algo raro en la carta. El precio del té que pidió Li era sorprendente. Debía de ser un error. No comenté nada, pero el asunto me puso alerta. Tras un rato de charla intrascendente en el que me habló sobre China, el número de niños que pueden tener las familias, su relación con sus padres, que siguen viviendo en una ciudad de la “Mongolia Interior”, etc. Li preguntó si me apetecía algo de picar: ¿almendras? Dije que sí. Los precios en China son tan bajos que uno no se piensa mucho este tipo de decisiones.

 

La chica supuestamente llamada Li me preguntó si tenía novia. Me inventé que sí. No quería que aquello se adentrara en el pantanoso terreno del semiligue. Mi novia imaginaria resultó ser alta y rubia y tener treinta años. Estábamos pensando en irnos a vivir juntos en Madrid pero, por ahora no habíamos tomado la decisión. Li me pidió que le escribiera mi mail en un billete de un yuan. Luego, alegando que mi cita para cenar se acercaba, pedí la cuenta. La camarera llegó provista de  la carta y una calculadora. Sumó tres cantidades y me mostró el resultado. Eran 750 yuans renminbi.

 

75 euros por un café, un té y unas almendras es bastante carillo para el tipo de garitos que yo frecuento en España. No hablemos para una tetería china donde el precio habitual por esta consumición rondaría los 50 yuans (quitadle un cero para el cambio aproximado en euros). Es el equivalente pekinés de un atraco a mano armada. Me hice el tonto: ¿dónde está la coma? No hay coma, me respondieron. Señalaron el precio en la carta: el té que había pedido la chica costaba 480 yuans. Estuve a punto de soltar que, ya que lo había pedido la chica, lo pagaba ella. Algún tipo de anticuada cortesía me impidió decirlo. Me puse de pie y dije que yo no pagaba eso. Li, poniendo en marcha lo que imagino era el plan B, se fingió dolida y se ofreció a pagar la mitad del timo. Lo mío se quedaría en “solo” 325 yuans. Finalmente, saqué un billete de cien y lo dejé sobre la mesa. Eso era lo que iba a pagar. Y sabía que era demasiado. Tardaron un instante en reaccionar. Me di cuenta de que no iban a fingirse escandalizadas o que, caso de hacerlo, por ese instante que habían tardado ninguna protesta iba a resultarme convincente. Temiendo que se me echaran encima o que mandaran a un camarero robusto para impedirme la salida, crucé la cafetería y me dirigí a las escaleras mecánicas. No miré atrás. Sin embargo, mientras bajaba, acercándome al piso inferior, ocupado por un cine, cada vez más aliviado, me di cuenta de que nadie me estaba siguiendo.

 

Camino del albergue, casi divertido, calculé que había salido bien parado de este incidente. Un horrendo café, unas almendras y una historia que contar. Todo por diez euros. Decidí celebrarlo con una buena cena en un restaurante antes de irme a dormir.

 

Después de comer un estupendo buey con una fruta inidentificable y de ensuciar exageradamente el mantel y la servilleta del restaurante, me senté en la cafetería del albergue a tomar una cerveza con un catalán que trabaja en TV3.

 

Mientras él atendía una llamada, miré hacia el tablón de anuncios del local. Ahí se anunciaba el alquiler de bicicletas, a un precio algo más barato del que yo pagué un par de días antes. Tendría que haber leído esto antes – pensé antes de bajar un poco más la vista. El anuncio de abajo, ilustrado con un alegre dibujo, avisaba a los incautos para que no se dejaran llevar a teterías por gente que supuestamente sólo quería trabar conversación con extranjeros. Un cuarto de hora más tarde, después de hablar con otros europeos, desplumados de la misma manera en Tailandia y Vietnam, me di cuenta de que esa tarde había entrado en contacto con una de las milenarias tradiciones asiáticas. Al parecer, no son los ojos rasgados, ni el budismo ni los tratados económicos internacionales lo que le confiere a Asia su rasgo distintivo, sino… el simple y siempre efectivo timo de la Tea House. Consideraos prevenidos.

jueves, 23 de julio de 2009

Perdido en la Ciudad Prohibida



La última vez que estuve en la Ciudad Prohibida (vale, lo admito, la
Otra Vez que estuve) me perdí. Iba con mi familia y quería hacer fotos
en las que no saliera nadie. Así que dejaba que todos los grupos de
turistas atravesaran el Portal de la Alegría Moderada (nombre
aproximado) y se dirigieran al de la Celeste Armonía (otro nombre
aproximado) para sacar una foto del primer patio, ahora completamente
vacío. El problema es que hay cierto punto en el que las cosas no son
tan sencillas. A partir de uno de esos portales, la Ciudad Prohibida
se divide en docenas de pequeños palacios. Todas las puertas son
iguales y los palacios, parecidos. Según un guía al que he escuchado esta
tarde, lo hicieron así para confundir a todo potencial enemigo que se
colara con intención de cargarse al emperador. Varias docenas de
eunucos preparadores de té inocentes murieron así, por error. Vale,
esto último lo he inventado. El caso es que la astuta estrategia
defensiva no sólo funciona con asesinos potenciales. También con
turistas que quieren hacer fotos pretenciosas. Ahí estuve yo,
recorriendo interminables pasillos e incapaz de encontrar a nadie
mínimamente reconocible. Eso sí, vi grullas, jade y unos valiosos
receptáculos para consumir mijo. Atravesé corriendo toda esa sucesión
de pabellones de madera lacada en rojo, también el jardín imperial del
fondo, con esa colina artificial llamada colina de la Elegancia
Acumulada (diez metros de altura de piedra erosionada, perdón, de
acumulada elegancia) y, resignado, finalmente decidí salir de la
Ciudad Prohibida. Tomé un rickshaw turísitico (señor que, pedaleando,
arrastra un carrito en el que tú vas sentado) y le pedí que me diera
una vuelta entera entorno al gran Palacio. Tanía la esperanza de
reconocer el autobús de nuestro grupo. Les esperaría allá, junto al
vehículo y todo estaría resuelto. El comunismo (o como llamemos al
sistema chino) tampoco me ayudó en esto: casi todos los autobuses eran
iguales. Todos eran de la misma empresa, supongo que nacional, de
turismo. El asunto se resolvió de una manera bastante aburrida, pero
feliz y sin intervención de cuerpo diplomático alguno. Conseguí que un
taxista me llevara al hotel y ahí esperé, horas, hasta que alguien se
dio cuenta de mi ausencia y llamó.

Recuerdo todo esto porque hoy, mientras recorría los mismos patios,
los mismos pabellones (muchísimo más llenos de turistas, las fotos
pretenciosas eran absolutamente inviables) he pensado que ahora, por
mucho que quisiera, no podría perderme. No poder perderse es otra de
las ventajas de viajar solo.

Ahora mismo está cayendo la tormenta de la tarde. Muy parecida a la de
ayer hacia esta hora. Escribo desde el hostal. Si Cris (gracias again)
puede colgarla, habrá una foto del sitio junto a este texto. Por
cierto, estoy feliz aquí. No habrá democracia pero la comida está
buena y la vida es bastante barata. Qué fácil soy de complacer…

miércoles, 22 de julio de 2009

Desde el albergue de Pekin.

Lo primero, explicarme: no he escrito antes en este blog que anuncié a bombo y platillo porque… había olvidado un pequeno detalle: China no es exactamente un país del todo libre. Resulta difícil recordarlo cuando uno está aquí, recorriendo la calle Fuo… la calle Fuomen… bueno, no sé cómo demonios se llama la calle comercial en la que acabo de zamparme unas brochetas de pollo y cerdo (espero). La calle en cuestión está llena de tiendas, anuncios, carteles luminosos. Venden bebida en todas las esquinas. Justo delante de un inmenso centro comercial en el que se anuncian Gucci, Hermes y otro montón de marcas occidentales.

 

Eso sí, uno puede encontrar Coca Cola por todas partes pero… apenas Pepsi. Tal vez eso sea una pista. China da la impresión de ser uno de los países más capitalistas del mundo. Pero es uno de los más controlados a la vez. El gobierno permite la entrada de muchas firmas extranjeras pero… en una situación controlada. Para las marcas extranjeras es como pescar en un estanque. O en una bañera llena de peces (en esta atrevida metáfora los peces son los chinos, los pescadores, los empresarios). Eso sí, las empresas en muchos casos deben asociarse con el gobierno chino o acatar sus imposiciones. No es el socio más presentable, pero ya sabemos que las empresas occidentales, en contadas ocasiones, son capaces de apartar sus escrúpulos para conseguir beneficios.

 

A lo que voy… el control del gobierno impide que millones de chinos puedan acceder a páginas como Facebook o Blogger. Y los que pasamos por aquí, pese a no ser chinos, tampoco podemos entrar. Así que, yo no puedo acceder a mi propio blog. No puedo leerlo, así que, evidentemente, tampoco escribir en él. Si hay suerte, esto lo publicará mi amiga Cris (gracias, Cris) después de que se lo envíe por email. Espero que no haya ningún funcionario chino dedicado a leer las actualizaciones de blogs de guionistas españoles porque, si lo hay, me temo que estos amigos de la libertad no me dejan salir de aquí en unos cuantos años.

 

Hace unos años, en la carrera, un profe nos hablaba de las características que debía cumplir un país para tener una democracia de calidad: que si representatividad de los diputados, que si el check and balance, que si la independencia entre los diferentes poderes del Estado… Yo le diría ahora `sí, señor Gómez Antón, tiene usted razón pero… creo que tengo la prueba del algodón: un país es democrático si uno puede leer en él los estados de Facebook de Jaime Palacios, de Cristóbal Garrido o, qué demonios, los míos. Eso es democracia. Poder escribir sobre lo que te apetezca, aunque sea un análisis minuto a minuto de la ultima gala de Granjero busca esposa desde el punto de vista de un psicólogo lacaniano. Disfrutad de ella, vosotros que la tenéis, chicos.

domingo, 19 de julio de 2009

Mañana empieza todo

Lunes, día 20, mientras los obreros comiencen a picar el suelo de mi cocina para quitar las vigas podridas sobre las que he estado andando, cocinando y bailando en los últimos diez años, saldré rumbo a China en un sorprendentemente barato vuelo de Turkish Airlines. 

¿Será bastante con una caja de Fortasec para sobrevivir allá durante casi veinte días? ¿Y los cien euros diarios que me he presupuestado? ¿Seré capaz de encontrar por fin en China unos rollitos de primavera como dios manda (en mi anterior estancia me resultó imposible)? ¿Cuántos millones de situaciones tipo "Lost in translation" versión pobre seré capaz de soportar? ¿Conseguiré llegar a Guilin, a las orillas del río Lijiang (foto aquí abajo)?

Las respuestas a estas preguntas. Y muchas más preguntas sin respuesta, en este blog, en los próximos días. Con la regularidad que los cibers locales me permita.

Gracias por seguirme en este viaje. 

Por cierto, escribiendo esto, a punto de hacer la maleta, en mi casa tomada en Chamberí, comienzo a sentirme nervioso. 

¿Cómo irá todo?